Valencia, fútbol y otras cosas

domingo, 29 de marzo de 2015

En momentos de insomnio

“Nada. Pero no es la misma de siempre. Es, hoy, una nada henchida de presagios. Una resignación activa. Estuve pensado que nadie me piensa. Que estoy absolutamente sola. Que nadie, nadie siente mi rostro dentro de sí ni mi nombre correr por su sangre. Nadie actúa invocándome, nadie construye su vida incluyéndome. He pensado tanto en estas cosas. He pensado que puedo morir en cualquier instante y nadie amenazará a la muerte, nadie la injuriará por haberme arrastrado, nadie velará por mi nombre. He pensado en mi soledad absoluta, en mi destierro de toda conciencia que no sea la mía. He pensado que estoy sola y que me sustento sólo en mí para sobrellevar mi vida y mi muerte. Pensar que ningún ser me necesita, que ninguno me requiere para completar su vida.” Diarios, Alejandra Pizarnik (1)

Tenemos que ser sólo amigos. Nada más. Todos los domingos por la noche B. se decía lo mismo, y todos los lunes por la mañana, al ver a S., sus planes y pensamientos se desmoronaban. Y es que por más que él quisiera, la atracción no forma parte de la razón, y por tanto no se puede controlar con dosis de racionalidad. Ni siquiera con una voluntad de hierro. Sí, la fuerza de voluntad puede evitar que se traspasen determinadas líneas, pero no que no siga sintiendo lo que uno siente.

La obsesión por S. le estaba matando, no en sentido literal, aunque casi. Sufría al no verse correspondido. Probablemente había entrado en la friendzone y si no lo había hecho todavía estaba próximo a ello; cuando en realidad eso es lo último que quería B. Ya sabemos que todas las semanas al acabar el finde se repetía una y otra vez lo de ser amigos y demás chácharas para esquivar el sufrimiento que le causaba la espera, la cruel indiferencia, como también que todos los lunes cuando se arrimaba a su “deseada” se le quedaba cara de bobo. A veces intentaba fingir indiferencia, hacerle caso omiso, pero esto también le hería porque lo que verdaderamente quería es estar cerca de ella, con ella. Hablar, reír, abrazar, acariciar, besar, follar. No necesariamente en este orden. Y en cambio tenía que conformarse con ser un compañero; con cierta intimidad y afinidad, cierto es, que a B. le sabía a muy poco. A casi nada. La sensación de amargura le llegaba cualquier día azaroso, de repente, sin previo aviso. Una vez su cabeza empezaba a dar vueltas era incapaz de pararla, se veía absorbido por la maraña de pensamientos que regían en su cerebro, y que le dañaban de forma inmisericorde. Dolor y malestar, transmitidos a través de una mirada sombría, era lo que sentía en aquellos momentos. Le molestaba, le jodía profundamente, que S., la afín S., no fuera capaz de fijarse en él como hombre. Le molestaba más aún que se fijara en otros hombres, que quedase para salir con ellos, que se los tirase. Mientras él, el muy imbécil, se quedaba con cara de lo que era. Idiota. En realidad no le molestaba que se relacionase con otros hombres, ni que se los follara, sino que él no fuera uno de los escogidos para esos menesteres. En temas sexuales y amorosos su pensamiento era más bien liberal: siempre presumía de saber distinguir entre amor y sexo, y en cuanto tenía oportunidad no dudaba en anunciar que él estaba a favor de la poligamia sexual, ejercida por ambas partes. Claro que B. nunca se ha enamorado. Y el camino que separa a la teoría de la práctica es un abismo.

Una noche insomne sufrió un disparo de veneno mental. Pese a que tenía que madrugar para trabajar al día siguiente, se mostraba inmune al sueño. La vigilia se apoderó de su mente. Atribulado y cabizbajo, con unas incesantes ganas de mear merced a una incontrolable y fatigosa polidipsia que le sorprendió durante la tarde, se levantó y empezó a recopilar los “flashes” que le venían a la cabeza. Una tormenta de pensamientos que se le escapaban de la mente, y que lo sumía en la desdicha, la pesadilla, el terror de ser consciente de lo que le depararía la vida. A veces odiaba pensar y pensar y pensar y no poder parar: introducirse en un torbellino del que sólo la fatiga le podía sacar. Mientras bebía agua abundantemente y con fruición, cogió un cuaderno de anotaciones que siempre llevaba encima y un bolígrafo y anotó:

“3.11 am. Pienso en la depresión de vivir. La vida como sinsentido, como experiencia existencial poco o nada gratificante, como evento totalmente absurdo, aparte de fuente de dolor y enfermedades y sufrimientos y malestar y toda clase de sentimientos abyectos que van sumiendo a uno en el pesar. Dar vida a un ser es algo que, en general, es muy apreciado en la sociedad humana, cualquiera que sea. Empero a mí me parece un acto del todo egoísta por parte del ser; sin negar que decide perpetuar la especie en parte por el instinto de supervivencia, sí, me parece que también lo hace por miedo. Miedo a quedarse solo. Miedo a sentir el vacío y el vértigo que provoca la propia sensación de vivir. Miedo a sentirse perdido, alienado, a darse cuenta que está en un mundo que no tiene sentido ni significado. Miedo a verse obligado a afirmar que la existencia propia es efímera e insustancial. Desde este punto de vista: la descendencia se convierte uno de los mejores entretenimientos para otorgar un sentido irreal, una significación que va más allá de todo razonamiento, a esta locura que llamamos vida. Parezco estar en un laberinto del que no puedo escapar; sin ilusión, haciendo cosas por inercia, o simplemente, porque hay que hacer algo; derrochando el tiempo que me han concedido en cosas y acciones insustanciales; trabajando porque es el método más efectivo que ha inventado el hombre/la mujer para cambiar el tiempo que se pierde por algo que te ayuda a, o que parece imprescindible para, vivir: es una manera honrada de conseguir el vil metal que domina el mundo. Soy un extraño entre coetáneos: me pregunto si vivo, veo o siento realidades distintas a las que puedan vivir, ver o sentir otras personas. Personas que me rodean, que veo pasar a toda prisa por la calle, que me pitan desde su coche cuando voy a menos de cincuenta por hora. Me hago este tipo de reflexiones y acabo sumido en una espiral de la que no puedo extraer nada concluyente. Tan sólo sé que de vez en cuando me invade una sensación de amargura que se descontrola y descarrila. Noto su presencia constantemente, aunque la mayor parte del tiempo logro contenerla hasta hacerla casi imperceptible. La desazón de tener una vida sin objetivo, sin sentido, sin ambiciones, sin amor; de seguir la corriente de la marea, a merced de las eventualidades y las circunstancias. Y no obstante, tengo miedo a morir; también a las posibles eventualidades que pueda depararme el futuro. Sobre la muerte física a veces pienso que nadie está preparado para ello. ¿Cómo se explica si no que incluso moribundos y enfermos con intensísimo dolor se resistan tan concienzudamente a dejar el mundo que conocemos? Probablemente se deba a que más allá, después, no hay nada. Nos convertimos en comida para gusanos o abono para árboles. Si acaso, dejamos un recuerdo que va perdiendo intensidad, nitidez y brillo en las personas más allegadas. De ahí la necesidad de las imágenes: nos recuerda lo que hemos sido (a nosotros mismos y a otros). O más bien, lo que hemos creído ser. Uno deja la vida para siempre. La reencarnación, el paraíso, el purgatorio, yo-qué-sé. Ilusiones por saber de antemano que no se ha aprovechado lo suficientemente bien la vida que le ha tocado a uno vivir. Ignorancia ésta (referente a la Muerte, todos somos unos absolutos ignorantes) de la que se aprovechan las religiones. Me resulta inevitable pasar de un tema a otro, de un pensamiento a otro, apenas desarrollado o directamente sin desarrollar: una vez estás metido en el torbellino te dejas arrastrar intentando plasmar todo lo que tu capacidad te permite. En mi caso la capacidad es más bien exigua.

3.47 am. Mi cabeza sigue dando vueltas a sí misma. Intento poner en orden algo de lo que rige dentro del cerebro. Es complicado. Suspiro. ¿Es posible que haya gente que no pueda experimentar la felicidad? ¿Gente que por mucho que tenga, que consiga, que sienta: siempre verá el vaso medio o casi completamente vacío? A veces envidio a la gente optimista, la extrañeza que produce en mí esa ilusoria vivacidad e intensidad, que no puedo evitar pensar es en parte forzada. Alguna vez me gustaría dejarme llevar por ese torrente de pensamientos inanes, probar las sensaciones de otros en mi propio cuerpo. Me molesta ser tan consciente de las cosas con respecto a mí en ese sentido. Soy pesimista por vocación; sospecho que en realidad me gusta regodearme en ese pesimismo que rara vez se aleja de mi cabeza. A veces experimento espejismos. Pero enseguida llega el pesimismo con su martillo para poner las cosas en su sitio, es decir, hechas jirones y desperdigadas por el suelo. Creo que en el fondo me gustaría ser un maldito, un incomprendido, un alma atormentada con inherente magnetismo. Por eso me atraen tanto los temas que podrían considerarse sombríos.

4.02 am. Hora de dormir. Si no lo consigo (dormirme) leeré algún libro. Debo quitarme la careta y confesar: en realidad todo esto viene dado por el hecho específico de que precisamente hoy, decía, viene dado porque, la mujer que me atrae probablemente esté jodiéndose a, follándose a, o lo que es más insoportable para mí, haciendo el amor con, otro. Ese otro me excluye a . La desdicha del que se siente rechazado, vencido; que a su vez otorga dicha por sentir algo humanamente natural, lo que en parte significa que pese a la pose, no he renunciado a la vida y a la esperanza. Pese a todos los tormentos, en el fondo de mi ser, existe un haz de ilusión. Todavía se divisa una luz en las profundidades de las entrañas. Debe imponerse a ríos desbocados, lluvias torrenciales, aguaceros, tsunamis.”

Al narrador le gusta pensar que lo hará.

(1) Diarios, Alejandra Pizarnik, 1954-1971. Editado por Lumen.

domingo, 22 de marzo de 2015

Después de los 25

“La carta es de ella. Tiembla. Le embarga un repentino recuerdo de la mujer. Seguía siendo la única a quien había amado. ¿Cómo había podido vivir sin ella todos estos años? ¿Cómo había podido tener hijos con otra que no fuese ella?” Una herencia peligrosa, Zafer Senocak (1).

Dice Douglas Coupland, en esa maravillosa y etérea novela llamada Generación X (2), que los veinticinco es la edad crítica para darse cuenta que la vida es una mierda. No es exactamente así, pero lo que sí viene a decir bajo mi punto de vista, es que a partir de esa edad es cuando uno se da cuenta completamente que su vida y la de sus allegados no es cómo se la había imaginado o planteado. El romanticismo, el idealismo o la candidez de pensamiento no tienen cabida en un mundo poblado por gente sumamente egoísta: todo lo malo se pega; y el empobrecimiento de la mente, también denominado pragmatismo por algunos, se esparce como un virus letal hasta dejar a uno sin esperanza. O al menos sin esperanza consciente. Después puede decidir fingir o engañarse a sí mismo; parecer feliz, contento, jovial, agradablemente satisfecho. Pero si se adentra en las profundidades de las entrañas que cubren las actuaciones de cinismo e impostura, verá que el corazón está ennegreciendo a pasos ultrarrápidos, contaminándose hasta dejar que ejerza sólo la función considerada fundamental: latir y así permitir la distribución de la sangre transportadora de gases por todo el cuerpo.

Mi caso personal es deplorable: sólo me he enamorado una vez; y la cosa acabó francamente mal. En realidad ni siquiera puedo afirmar, sin faltar a la verdad, que empezó de forma aceptable. Tendría unos diecinueve o veinte años; creo recordar que fue un lunes siguiente a un satisfactorio fin de semana (por calidad, siempre por calidad, nunca por cantidad). El caso es que mi mirada se cruzó con la de la chica que estaba sentada en el pupitre de delante, en diagonal, y desde entonces no la pude olvidar. Me recordó a una jovenzuela que había conocido en épocas anteriores y con la que había congeniado, y creo que desde la primera vez que nuestros ojos se hablaron, la idealicé hasta hacerla inalcanzable. No sé si había química, desde luego la atracción inundaba la habitación. Intercambiábamos hormonas desde la piel y las glándulas sudoríparas hasta nuestras fosas nasales. Fue un momento mágico en mi cerebro, de los que se recuerdan toda la vida: el torrente sanguíneo y los neurotransmisores embriagan la mente como ninguna de las drogas conocidas es capaz de hacerlo. ¿La mejor droga? Yo siempre contesto que el enamoramiento por flechazo. Es como si te sobrase una tuerca para el completo funcionamiento de la maquinaria, y alguna fuerza inexplicable la hiciera trizas. Por fin los cuentos que te contaban de pequeño, las películas que habías visto, cobraban sentido. En cambio, no todo es tan bonito, al menos no lo fue en mi caso. Sé por qué se dice lo relativo a las “mariposas en el estómago”: cada vez que me acercaba a mi amada me entraban unos retortijones, de los nervios, que me obligaban a huir como un rufián dirección a un váter, en la mayoría de casos previamente inundados de inmundicia: ello me llevaba a pensar que había gente en mi misma situación. Una vez superé los nervios del miedo escénico, llegó la época de parecer completamente idiota: cada frase, cada afirmación, cada emisión procedente de mi boca, además de salir entrecortada era completamente desacertada. Como comprenderéis, es complicado ser más inútil en esta materia. Y a pesar de todo tuve mis oportunidades: la mayoría las desperdicié por cobardía, o por inanidad social pura y dura.

Me rechazó. Me hundí. Mi autoestima quedó por los subsuelos de la ciudad; las alcantarillas se convirtieron en el lugar preferido para autocompadecerme. Y desde entonces, cada vez que la veía o me cruzaba con ella, me sentía mucho más incómodo que cuando me comportaba como un patán. Huía, no sin resentimiento y sobre todo dolor, mucho dolor. Además, en la vía de alejamiento siempre chocaba con cosas, tropezaba y llamaba la atención de tal forma que era imposible que la deseada no avistase mi deserción.

Jamás me masturbé pensando en ella; y es que como decía el maestro Rafael Azcona: “el verdadero amor no se mancilla” (3).

Llegaron los veinticinco y el vacío se apoderó de mi alma. El vacío existencial, la incapacidad de amar, que tan bien expresan los personajes de la mencionada novela de Coupland. La existencia no tenía sentido; en el futuro tan sólo lograba avistar amargura, vacuidad, desesperanza. Somos máquinas y viviría como un aburrido y monótono robot hasta la llegada de mi muerte física. Porque por dentro ya era un cadáver; mi vida carecía de importancia y lo sabía; no había un gran motivo por el que seguir adelante. El desencanto inundaba todo mi ser. Mi mente jugaba con ideas que me hacían perecer prematuramente; aunque obvio, no tenía huevos para llevarlas a cabo.

Cuando ya me había acostumbrado a esta vida gris, carente de interés, plena de fingimientos, con placeres ocasionales; aparece una persona que me hace recobrar la ilusión. Soy consciente que no es la misma ilusión que cuando tenía siete, nueve, trece años; porque hace tiempo que perdí la inocencia y dejé atrás la utopía personal; pero la desdicha desapareció de mis sentimientos comunes y habituales. ¡¡¡Todo ello con una edad que sobrepasa los veinticinco años!!! La persona que me devolvió la vitalidad había aparecido antes en mi vida, de forma marginal; tanto que ni siquiera me había percatado de su presencia. Fue en una cena de grupo cuando me atrajo como un imán atrae al metal: sus facciones, su distinción, su forma de hablar, su estatura, sus movimientos enaltecieron mis sentidos; no podía dejar de mirarla, de observarla, con cierto disimulo (o eso me pareció). Todavía no me he lanzado aunque creo que puede haber química entre nosotros (lo noto en las miradas furtivas que nos lanzamos). No sé cómo saldrá; lo que sí voy a intentar es no cometer los mismos errores que la vez pasada, aunque tengo claro que no voy a renunciar ni a mi personalidad ni a mi forma de ser; porque de conseguir el éxito de esta forma, no me estaría amando a mí sino a un impostor, un impostor que en el fondo de mi ser haría sentirme como la más pestilente y abyecta de las piltrafas. Sería una traición en toda regla. Esto no pretende ser un alegato a favor de la vida, ni una narración que invite a “creer en el destino”; simplemente es un relato de ficción con elementos no ficticios.

Probablemente saldrá mal. En el mejor de los casos no irá como imagino. Pero doy gracias por volver a sentirme vivo. Y es que, en el fondo, mi ideal del amor es sencillo y al mismo tiempo inalcanzable; nada mejor para expresarlo que un fragmento de un cuento de Francisco Ayala (4):

“Seguros ambos de su amistad venidera, de su amor sin explicaciones, se sentaron juntos, en un rincón. Pero esa misma seguridad les vedaba cualquier posible diálogo. Sólo contaba con su efectiva presencia: no tenían pasado, y el porvenir estaba en sus manos, sumiso. ¿Qué frases, qué pretensiones, qué indagación -si todo estaba intuido- cuartearían el bloque de silencio interpuesto entre ellos?
Aurora, dócil a su instinto, eligió la curva irónica. (Es decir, se salió por la tangente.)
-Bailas -dijo- como si estuvieras haciendo instrucción militar. Una vuelta a la derecha y otra a la izquierda.
-Tú, como si atendieras a la música de la luna -respondió Antonio.
Se miraban. Se descubrían las facciones, los movimientos, con la emoción pura del explorador ártico; pero -también- con la curiosidad utilitaria de quien recorre las habitaciones de la nueva casa donde va a instalarse.”

(1) Gefähriliche Verwandtschgat, Zafer Senocak, 1998. Traducido por Carmen Plaza y Ana Rosa Calero y editado por Pre-textos.
(2) Generation X, Douglas Coupland, 1991. Traducido por Vicente Verdú y editado por Ediciones B. El autor tiene twitter propio: http://twitter.com/DougCoupland
(3) Memorias de sobremesa. Conversaciones de Ángel S. Harguindey con Rafael Azcona y Manuel Vicent, 2002. Editado por Aguilar.
(4) Cazador en el alba, Francisco Ayala, 1929. Editado por Alianza

domingo, 1 de marzo de 2015

Jugarle de tú a tú en Mestalla

No deberían estar descontentos, ni mucho menos, los realistas por la ambición en el planteamiento de la Real Sociedad, que quiso derrotar al Valencia con unas armas dignas de alabanza. Mientras les duró la gasolina. 25 minutos. 25 minutos iniciales de fútbol con mayúsuculas por parte de sendos conjuntos, después la balanza y el dominio se decantó claramente por los che. Me gustó especialmente lo juntas que permanecían las líneas de defensa y centro del campo (4-4), con defensa muy adelantada, aunque el portero dellos Rulli sufría el síndrome del área pequeña que a tantos de su misma demarcación aqueja. También me encantó comprobar cómo lograron superar en esos instantes la fuerte presión valencianista, queriendo balón y sin perderlo, llegando; aunque a partir de una táctica curiosa: balón en largo del portero y defensa muy adelantada. De hecho la primera gran aproximación del partido se produjo en el bando vascuence, aprovechando uno de los grandes defectos defensivos del Valencia, balones en largo a la espalda de los defensas (en parte propiciado por la distancia entre las líneas de pressing y defensiva), en este caso Mustafi.

Los primeros minutos del encuentro fueron una batalla táctica importante. Una partida de ajedrez en la que en minutos venideros se impuso con claridad el Valencia. Y qué gozada. Y es que plantear un juego de tú a tú en Mestalla suele pagarse caro, como en su día el Málaga pudo atestiguar. Vimos de nuevo a un estratósferico Parejo: liderando, mandando, creando, llegando, distribuyendo; aprovechando los espacios que creaban los estiletes móviles en banda (Piatti, Feghouli); siendo el primero en presionar la salida del rival (a Negredo se le excluye de esta labor) aprovechando la omnipresencia de Enzo y la sapiencia táctica de Fuego más el rigor defensivo de Feghouli y Piatti; descolgándose a la zona de mediapunta. Como estratosférico es el empeño y el sacrificio de Piatti, el nene de los huevos de oro, que hizo los dos goles y fue justamente ovacionado. Vimos también un fenomenal entendimiento en bandas: Gayà-Piatti y Barragán-Feghouli se entienden, se complementan, se ayudan; juegan al fútbol sin ir de estrellitas. No quisera olvidarme de Fuego, que esta vez ejerciendo sólo de pivote, volvió a aprobar con nota. O del despliegue e intensidad de Enzo. Lo sencillo y bonito que puede ser el fútbol. Esto es fútbol.

(Ojalá se mantuviera un nivel similar de activación, concentración, motivación, etc. en los partidos a domicilio).